Mediados de verano y el sol avanza con fuerza hasta el interior de la habitación descolorida. Los objetos van vistiéndose con vivos tonos poco a poco, contagiándose del brillo que les golpea desde la ventana. Febrero, apoyado en el alféizar, observa cómo un cielo de un increíble azul se abre ante su mirada. Comienza a fijarse en las nubes y deja volar su imaginación. Tanto tiempo llevaba sin percatarse. Una majestuosa con forma de navío cruza ante él, sumergiéndolo en un ligero sueño y dejando que su imaginación se eleve. De igual manera, Febrero siente como sus brazos se vuelven livianos, sus párpados se rinden a la gravedad y sus talones comienzan a despegarse del fondo de su habitación.
Tanto tiempo encadenado a una insignificante estancia, a unos razonamientos obsoletos, a una persiana bajada. Sin recordar lo que se siente con el viento golpeándole las mejillas, los brazos abiertos, aleteando con los pies y gritando de felicidad. No recuerda haber estado nunca así, pero estas sensaciones le son enormemente familiares.
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